El fin de la era del pudor

Este verano me ha llamado poderosamente la atención un fenómeno que no había tenido ocasión de ver antes —y, para ser sincero, preferiría no volver a ver—. No soy especialmente aficionado a ir a la playa pero tanto a mi mujer como a mis hijos les encanta. De este modo, un extraño día de sol en Asturias nos dirigimos en familia a la Ñora, una playa tradicionalmente familiar.

Cuál fue mi sorpresa cuando, a media mañana, llegan un papá, una mamá y un niño de unos siete años, que se plantan delante de nosotros, dejan las toallas y las bolsas y el papá se quita toda la ropa, se pone el bañador y se dirige a la orilla, ante nuestra sorpresa y estupefacción, en el sentido más clásico de la palabra: ese quedarse paralizado, bloqueado, supongo que con expresión boba o, por mejor decir, estúpida. Cuando me recobro y comienzo a comentar el suceso con mi mujer, el buen hombre regresa empapado tras un brevísimo baño y, para remate final, se vuelve a quitar todo lo que lleva puesto, en este caso el bañador, y vuelve a ponerse la ropa que traía en primer término, sin apresurarse.

Como dije arriba, es la primera vez en mi vida que he visto a un hombre desnudarse totalmente en público, y además hacerlo por dos veces y sin ningún recato, sin apariencia alguna de vergüenza por su parte, como la cosa más natural del mundo. Y precisamente éste es, a mi juicio, el punto: si su conducta es natural o no.

Es evidente que, desde la perspectiva social, desnudarse en público no es correcto, hasta incluso constituir una infracción administrativa o incluso delito en determinadas circunstancias. No obstante, se aprecia ya en la propia evolución de la legislación al respecto una paralela evolución en la valoración pública del desnudo, hasta el extremo de que el Tribunal Supremo se tuvo que pronunciar ante un recurso afirmando que “la actitud personal consistente en estar desnudo en un espacio público no constituye manifestación del derecho fundamental a la libertad ideológica previsto en el artículo 16 de la Constitución”.

En todo caso, parece algo aislado el hecho de considerar la propia desnudez en un espacio público como expresión de la libertad ideológica. Pero más allá de todo ello, la reciente experiencia en la playa me lleva a preguntarme acerca del pudor y de su sentido en nuestros días. Hace ya varias décadas que un antropólogo definía la falta de pudor como signo de nuestro tiempo, pero más allá de las causas —interesantísimas— de esa supresión, me parece ahora relevante entender sus consecuencias.

Como repite Higinio Marín, la desnudez no es colocar fuera nuestra intimidad, sino constituir lo corpóreo en intimidad. Es decir, el pudor busca preservar la intimidad porque precisamente ésta presente en el cuerpo desnudo. Para que la intimidad sea intimidad tiene que ser guardada: si no, no es intimidad. Por ello, la falta de pudor es, simplemente, la muerte de la intimidad. Y si no hay intimidad, no se puede compartir. Pero resulta que, a diferencia de los animales, la comunicación más humana es la que se da en el ámbito de la intimidad. De modo que, si arrasamos la intimidad nos cerramos las puertas a la verdadera comunicación humana, que es a lo que estamos llamados: somos seres esencial, constitutivamente comunicativos —las clásicas potencias del alma, el conocimiento y la voluntad, son, si se mira despacio, pura comunicación— y sólo en la comunicación se da pleno cumplimiento a la vida. Es lo que siempre se ha enunciado como “vivimos para amar y ser amados”, constante que se da en todas las civilizaciones, culturas y épocas, porque es la experiencia universal de todo ser humano.

Esta pérdida de comunicación personal fruto de la falta de pudor explica, a mi juicio, fenómenos generalizados y muy poco deseables que se dan en nuestros días, como por ejemplo la pornografía o las drogas de uso recreativo. No se trata tanto de ver el pudor como una forma de respetar a los demás, que es el modo en que quizás exclusivamente se nos ha enseñado la virtud del pudor, sino que se trata, sobre todo, de recuperar el sentido profundo del pudor: respetarse a uno mismo, preservar la intimidad porque sólo preservándola es verdadera intimidad y sólo así se puede comunicar. De lo contrario, mucho me temo, continuaremos por la senda de la deshumanización.

Antonino González, Doctor en Filosofía y colaborador de Asesoramiento UFN

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